Cuando los hijos pagan por las peleas de sus padres. Colaboración con el diario El País

Las discusiones de los progenitores pueden provocar en los menores inseguridad, depresión y desconfianza, entre otros daños emocionales

Alba (nombre ficticio) tenía 14 años cuando de repente dejó de hablar. Sus padres no sabían por qué, hasta que con la ayuda de un psicólogo descubrieron que la adolescente había contemplado una escena de violencia del padre contra la madre. La chica tenía un vínculo muy grande con el padre, y la experiencia le dejó una profunda huella. Estuvo en tratamiento y en su recuperación fue fundamental conseguir -y no fue fácil- que el padre expresara su propio error y se disculpara ante la hija.

Las discusiones de pareja son inevitables en cualquier familia, pero es importante gestionarlas de manera correcta para evitar que nuestros hijos sufran las consecuencias. Bien llevadas, se convierten en una oportunidad pedagógica; en caso contrario pueden ocasionar daños emocionales y psicológicos que afectarán a su vida adulta. “No somos conscientes del daño que podemos hacer al niño”, sostiene Silvia Álava, especialista en Psicología Educativa y Familiar. “Lo primero es el modelo que el niño está aprendiendo: en lugar de resolver los conflictos de forma afectiva y explicar las cosas con educación, aprende uno agresivo donde priman las discusiones e incluso las faltas de respeto”. Pueden normalizar esa conducta y reproducirla no solo en casa sino en la escuela y a lo largo de su vida futura. Los padres son sus figuras de referencia y su primera línea defensiva; ver que no se respetan puede provocarles inseguridad tanto en el ámbito familiar como personal, baja autoestima y otros problemas como falta de concentración, fracaso escolar, dificultad para controlar sus propias emociones y facilidad para frustrarse ante cualquier inconveniente.

En muchas ocasiones, los hijos suelen tener una actitud mediadora para que el conflicto desaparezca, cuenta Juan de Haro, psicólogo clínico y terapeuta familiar del centro CISAF, en Madrid. Al principio esto genera un efecto de freno en los padres y facilita su reconciliación. Pero conforme la relación se deteriora y aumenta la frecuencia de las discusiones, llega un punto en que los hijos ya no son capaces de frenarlas, y eso puede producirles una sensación de culpa e indefensión. “Es un proceso sutil y silencioso; intentan huir de ese malestar , pero lo que ocurre es que se hace más interno. Pueden experimentar miedo, desmotivación, trastornos de ansiedad y depresión… Además hay que tener en cuenta que la depresión en los niños se asocia con irritabilidad y se vuelven menos expresivos; comunican menos lo que sienten y eso hace que estas depresiones pasen con mucha frecuencia inadvertidas”.

Aunque las discusiones afectan a los hijos por igual, se pueden manifestar de distintas maneras en función de su edad, sexo o de la propia personalidad del menor. “La edad es importante. Un niño trata de ser leal tanto a su padre como a su madre y quiere que se reconcilien; en la adolescencia el hijo va formando su propia opinión y sentido de la justicia, con lo que es frecuente que se encuentre en un bando o en otro. Es un factor de estrés extra para el hijo”, cuenta De Haro. Álava, por su parte, señala que “los niños más inhibidos pueden estar más callados y generarles más inseguridad; con otros, en cambio, pueden darse más problemas de conducta, como cuando son más pequeños: pegar, gritar, llorar… Y al crecer, pueden aparecer problemas de tipo emocional”.

A una conclusión similar llega un artículo de los profesores Gordon Harold y Ruth Sellers, de la Universidad de Sussex (Reino Unido), según el cual los niños suelen manifestar estos efectos adversos a través de problemas de comportamiento, mientras que las niñas se implican más emocionalmente. El ensayo, publicado en el Journal of Child Psychology and Psychiatry, concluye que los menores expuestos al conflicto pueden experimentar problemas de sueño, una mayor frecuencia cardíaca y tener desequilibrios en las hormonas relacionadas con el estrés desde una edad tan temprana como los seis meses. Tampoco hace falta que el conflicto sea fuerte: si los niños viven peleas menos intensas pero por un periodo continuado, pueden desarrollar los mismos problemas.

Si los niños viven este tipo de relación desde pequeños, pueden llegar a pensar que es normal, lo que hará que en un futuro confíen menos en las relaciones de pareja. Cuando el niño crece se da cuenta de la situación en la que vive y la imagen que tiene de sus padres puede cambiar. “En ocasiones, cuando esto ocurre en la adolescencia, pueden incluso reaccionar de forma agresiva contra los padres, a causa de las emociones que viven y no entender por qué sus padres tienen que estar todo el día discutiendo”, reflexiona Álava. Si esto sucede, la separación de la pareja puede ser incluso beneficiosa para el menor, “siempre y cuando desaparezcan las discusiones. Si se separan pero estas siguen, y se descalifica incluso al otro progenitor (que si tu madre esto, que si tu padre lo otro…), o se usa al niño para atacarse mutuamente, flaco favor le hemos hecho, porque ahora ni tiene la estabilidad de la familia ni le hemos librado de ese círculo de discusiones y malas formas”.

Para evitar que los hijos se conviertan en víctimas de estos conflictos, nuestro comportamiento debe tener siempre como objetivo prioritario salvaguardar su felicidad y bienestar. Algo que Silvia Álava y Juan de Haro resumen en un decálogo de buenas prácticas:

Hay determinados temas que es mejor hablarlos sin los niños delante. Ellos pueden ver si los padres no están de acuerdo en pequeños temas de la vida cotidiana, pero no en aquello que afecte a su educación o cuando sean asuntos más complejos de pareja.

No desautorizar nunca al otro progenitor, porque eso le da al hijo un poder que no ayuda en su educación. Las desavenencias han de aclararse en privado. Si, por ejemplo, el niño ha tirado la leche en la mesa y el padre, que estaba irritado, le castiga un mes sin ver la tele, la madre no debe desautorizarle sino hablar con él a solas y decirle “te has pasado”. Entonces debe de ser la misma figura paterna, y no la madre, la que rectifique ante el hijo.

Si a pesar de todo los padres discuten delante de ellos, es importante que se reconcilien explícitamente delante de los hijos, que tengan un gesto de cariño y de respeto. Así no se daña la autoestima del menor y este aprende que si sus padres se equivocan, él también puede hacerlo, y sobre todo aprender del error.

No generalizar: hablar del hecho concreto y evitar caer en el error de “es que siempre…”

Expresar los sentimientos y las emociones que nos ha causado el comportamiento de la otra persona, o lo que ha hecho, sin gritar ni elevar el tono de voz.

Intentar mantener un punto de vista constructivo entre los dos. No buscar el culpable, sino tratar de ver cómo podemos solventar el conflicto.

Evitar el silencio. Las cosas no se arreglan solas, y callarse no suele ser una buena solución porque el malestar no desaparece. Eso sí, hay que elegir el momento adecuado para hablar. Es mejor no hacerlo cuando estamos atrapados en una emoción muy intensa y creemos que podríamos decir algo de lo que nos podemos arrepentir.

Comunicarse de forma asertiva, reconociendo que la otra persona puede tener un punto de vista y unas emociones diferentes, y respetarlas. Utilizar la empatía, ponerse en lugar del otro.

Establecer una línea roja que no vamos a traspasar. Por ejemplo: la del respeto mutuo, que siempre ha de estar ahí.

Es importante que cada día haya un momento familiar, por ejemplo durante la cena, en el que el objetivo sea simplemente comunicar “tú me importas”. Un momento de diálogo y de escucha sin juicios de valor, en el que se acoge lo que cada uno dice.

FUENTE: Diario El País